Dormir me está pareciendo un privilegio al que me cuesta mucho acceder. También el pensar claramente y hacer comentarios que vengan a colación de algo. Será que tengo marcas por todos lados, como las hojas de diario que se ponen en el piso para no mancharlo cuando nos toca pintar una pieza. O simplemente será que ya tengo la mente cansada de gastar las mismas oraciones. Sigo revolviendo un puré agrio con una cuchara que me sigue astillando la mano. La odio. Sé y todo el mundo lo sabe, que hace poco más de un año la espalda de mi marido se fue golpeando la puerta y sacándome a mi hija de entre las piernas. Sé que ahora ella es la que la lleva todas las mañanas a la escuela, le dice que la quiere mucho, le deja algunas monedas para el recreo y promete esperarla hasta el horario de salida. Sí, sé, sé, y sé. Encima sigo diciendo mi marido. Mierda. Van a ser tres años. Mierda.
Y nada se detiene por un momento, ni mi madre, ni la trabajadora social, ni el 19 que pasa lleno cuando lo tomo. Nada me deja en paz, ni me espera. Ayer se me ocurrió ir ver a mi hija a la salida, tuve que haber sido completamente de hierro para haberme parado frente a ella y no haberme descascarado como el techo del living. Le dije simplemente hola, linda y sus ojos me devolvieron una extrañeza que no puedo digerir sin que quiera vomitar todo el arroz que hace semanas no dejo de comer. Me sonrió sólo los niños saben sonreirle a un completo extraño y se me escapó otra vez a abrazar a su mami. Porque el puto juez dirá lo que quiera, pero la madre soy yo. No me atreví a mirar su mami, ni a su tallier moca de la colección otoño-invierno de algún diseñador grotescamente afeminado. Me desafió con un saludo, pero mi cuerpo atinó dar una media vuelta y huir sin dejar de mirar baldosas.
Gatos no, mamá, le dije. Tampoco hay que resignarse a ser un estereotipo. ¿Un qué? Preguntó antes de seguir su rezo de cuidarme un poco más y tomar más en serio mi nuevo trabajo, agradecer al bueno de Octavio que me consiguió el trabajo, porque con eso de la custodia, etc. y más etc. Atiendo teléfonos en una remisería, ma. No soy asistente de la Conchuda Reina Elizabeth. Y agitando los brazos y tirando pan al piso, gritó algo que no recuerdo, pero que seguramente me ha dicho millones de veces.
Remisería Más Cerca, buenos días...¿A qué dirección? Ajá…? En cinco minutos va para allá. Hasta luego.
Miro fotos. Casamiento. Luna de miel. Embarazo. ¿Quiénes son los de esas fotos? Es conmovedoramente atroz cómo una misma cara puede ser tan irreconocible. La de los dos. Me imagino que así debe ser la sinceridad, tan transparente, imposible de disimular por cualquier cámara. Esos ojos luminosos…no puedo ser yo. Es terrible, casi tanto como atacar a la amante de mi esposo con un tenedor; o tan terrible como que me hayan quitado la tenencia de mi hija por haberlo hecho. En fin. Todavía no puedo entender cómo pudo llegar al punto de mirarme a los ojos sabiendo que las camisas que yo le planchaba eran las mismas que ella le desprendía con avidez y con aire de depredador satisfecho.
De un momento a otro todo se volvió ajeno, desconocido. Hasta su manera de sugerir que no le gustaba la comida que había preparado, el movimiento de sus manos al conversar, dormía intranquilo. Llegué a preocuparme en serio, como él me dijo “encima siempre fuiste tan buena…”. A veces pienso que debería haberlo matado. Pero soy taaaan buena que pensé en mi hija. Aunque ahora no deje de hacerlo, y entre lágrimas muy amargas, porque sé que ahora su mami es una puta para la que alguna vez trabajé.
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Me quedé dormida entre las fotos. Mi madre movió ligeramente mi hombro logrando despertarme y, mientras trataba de arrancar un sueño espantoso de mi frente, ella me retaba por como había arrugado mi ropa. Aquel sueño seguía apareciendo delante de mis ojos como un comercial que se repite mientras paso por todos los canales. Mi hija probándose mi vestido de novia lleno de barro, luego mucha gente tirando del vestido. Había pájaros. No pude pensar otra cosa durante toda la mañana, Octavio debió pensar que lo estaba evitando o algo. Todas esas imágenes me sorprendían detrás de cada gesto, de cada pensamiento. Era un fragor amarillento que me apretaba las costillas. Estuve una hora encerrada en el baño mirando la juntura de los azulejos. Respiraba intranquila y con la garganta vuelta un puño. Mi sonrisa enmarcada cortando la torta y de repente tocan la puerta. La voz de Octavio me preguntaba si estaba bien porque, aparte de haberme encerrado en el baño hacía más de una hora, había anotado mal las llamadas y algunas ni siquiera eso. Me pidió que saliera, que tomara un café y que fuera a descansar, que me daba el día libre. Dejé que el agua rebalsara del vaso y me mojara la mano. Cerré la canilla. Tragué cuatro sin mayor esfuerzo. Ansiolítico y miorrelajante del sistema nervioso central. No consumir con alcohol. Mantenga fuera del alcance de los niños. Prendí el televisor y me dejé envolver por el sillón, los ojos me ardían por el resplandor de la pantalla, pero una sensación de agua tibia subía por mis pies y mi cabeza se encogía muy lentamente.Un halo azul se desvanecía en el último bostezo que recuerdo.
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Tono de espera del otro lado de la línea y la respiración nerviosa y entrecortada de Sergio. Se levanta el teléfono.
- Y...¿le preguntaste?
- Sí...le pregunté para cuánto tenía en la oficina y me dijo que hasta después de las ocho no sale. - Bueno, está bien. Vení...Pará ¿dónde estás?
- Estoy a diez minutos de tu casa.
- Bueno...Bueno...Vení. –dijo Sergio, con una voz que parecía salir desde su espalda.
-¿Qué te pasa? No me digas que ahora te da culpa...
- No, no es eso...es que ¿te perece en el departamento?
- Si querés lo dejamos para otro día.
- Nonono. Venite...soy un boludo, disculpáme.
- Está bien –silencio largo-...¿te parece en el departamento? Porque a mi la idea me está empezando a hacer un poco de ruido.
- ¡Pero sí, nena! – aseguró Sergio con voz fuerte- No te querrás echar para atrás vos, ¿no?
- Y...- silencio y sólo la televisión de fondo- un poco sí.
- Dale...¿sí o no?
- Bueno, nos vemos allá.-dijo Mercedes dándose por vencida- Chau.
- Sí, chau...
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Octavio siempre usa la misma camisa a cuadros azules. Arremangada. Tiene ojos grandes y buenas intenciones, según mi madre. Ríe inseguro y tímido, buscando aprobación con su mirada al final de cada frase. Lo invité a tomar algo a modo de disculpas por el incidente de la otra vez. Él dijo que no había problema, mientras sorbía su café. Me dijo que a todo el mundo le pasan esas cosas y demás frases que suele decir la gente en una situación así. Lo noté un poco nervioso, parecía una ardilla. Le agradecí por su comprensión mientras miraba fijamente el mantel y él, también mirando el mantel, me dijo que iba a estar siempre que lo necesite. Lo dice todo el mundo esas situaciones, pero le creí.
En realidad no le importaba nada, ni que tuviera ojos grandes, ni que su madre le haya otorgado el visto bueno. Terminaron la charla de forma simplemente correcta, se desearon suerte y si-dios-quiere se verían la mañana siguiente en el trabajo. Chau, cuidate.
- Mamá....! Te dije mil veces que no dejaras el agua caliente mal cerrada, ahora no me voy a poder bañar...
- Ay, perdonáme....es que no me di cuenta....Igual te bañaste anoche. No pasa nada si por un día no te bañás.
- Sí, sí que pasa. ¿O qué pasaría si me olvido de poner la video para grabarte la novela? - Te mato.
- Bueno...justamente.
- Ah! ¡¿Pero qué te parece?! ¡Atrevida! Así no se le habla a la madre...Malagradecida....
- Sí, sí...
- Yo que siempre, mirá, desde antes que fueras a la escuela. Siempre. De punta en blanco. Toda una señorita, ¿y así me venís ahora?
- Ma...bueno....
- Mirá si serás maleducada. No te pego no más porque soy tu madre, y vos me aparecés con que me querés matar...¡Pero qué bonito! Cría cuervos...querida.
- ¿Vino el tipo del cable?
- Sí. Le dije que no estabas, que volviera mañana.
- Bueno...¿preparaste cena o lo del mediodía? - Lo del mediodía.
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Cuatro de la mañana. Insomnio repentino y poca voluntad para hacer el intento de dormirse otra vez. Su almohada ya no era su almohada, era una esponja que su cabeza no tenía ganas de seguir soportando. Intentó salirse del gusto a sueño indigesto, de la creciente sensación de asco y de la asfixia que brotaban desde sus sábanas, como vecinos molestos que ponen música a mucho volumen. Fue hacia la heladera y tomó agua con sabor lavandina fría, pensó en salir al patio pero descartó la idea al pensar que podría resfriarse si salía así nomás. Se sentó en un sillón a mirar cómo la noche, tan púrpura esa vez, se dispersaba por todo el living y la ventana parecía contener todo el cielo sostenido por las cortinas de tul color crema. Esas fueron regalo de su amiga del otro barrio donde creció. Con ella hacía años que hablaba, pero de vez en cuando, entre hojas de ruta y planillas de excel, le vuelve, como un aroma encapsulado en el bolsillo de una campera vieja, algún recuerdo de esa infancia llena picadas de mosquito y de vestidos que le regalaba su madrina. El sueño sigue sin venir. Amenaza –sólo de ratos- algún bostezo aplastado en su garganta, pero nada que se le parezca a querer volver a su cama. Ruido de avispas. Los ojos de su marido rojos de odio y una lluvia de retazos de tela. Juntos, con lentes oscuros sonriendo en la luna de miel en Miramar. Baldosas rotas y luces azules que nublan su vista. Una voz lejana le repite algo hasta que siente sus manos hirviendo contra el colchón. Acepto. La mañana parece nacer desde los muebles. Ante sus ojos impávidos, todo se llena de una claridad nauseabunda, simplemente porque desde hace mucho tiempo todo le es nauseabundo. Mientras se levanta piensa que, después de todo, se quedó dormida en el sillón. Escucha a su madre arrastrando las pantuflas por la cocina y se apura para entrar al baño antes que ella y, finalmente, poder bañarse.
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Entonces Sergio largó el teléfono sobre la mesa y recordó que había quedado de encontrarse un tal Dr. Ramos. Se agarró la cabeza con las dos manos, tomó aire tomó otra vez el teléfono. Llamó otra vez a Mercedes y le dijo que subiera y lo esperara, porque justo se acordó que tenía que hacer algo urgente. No se iba tardar más de veinte minutos, le dijo. Que lo esperara en el departamento. Bueno, dijo ella. Su esposa, en la oficina.
Ya eran las seis y media. Esa era mi señal para volver a casa y encontrarlos a los dos ¿Por qué con mi jefa? ¿Tan hijo de puta se puede ser? Me sorprendió no encontrar a nadie, pero era evidente que Sergio había estado ahí antes. Ni siquiera el aire era el mismo adentro, las sillas estaban corridas de lugar y la luz de la cocina prendida. Fui hasta la heladera y arriba había un tenedor con olor a pera. Ese fue Sergio, pensé. Guardé el tenedor en el bolsillo y me senté en el living. Hubo un ruido de llaves y se abrió la puerta.
- ¿Qué hacés acá? ¿No estabas en la oficina? -Me dijo Mercedes, escondiendo apenas el sobresalto en su garganta.
- Hola – le dije.
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Dedicado a quién no podría importarle menos, aunque lo intentara.